Educando
al Público
Si
el público pide paja, hagámosle caso y llenémosle la escudilla
hasta que se sacie, pero no permitamos que se le haga el gusto a otra
cosa, no vaya a ser que acabe pidiéndola.
Rafael
Alonso Solís
Los
caretos ideológicos de quienes intervienen en las tertulias,
predican desde el púlpito o nos cuentan la realidad cada día,
constituyen un indicador del estado de salud de las administraciones
responsables de la información. También de los signos de deterioro
natural y de las derivas producidas por la ingestión de noticias
tóxicas. Por un lado, la descentralización autonómica debería
haber permitido que el color de la pantalla pudiese variar como el
arco iris, y que sus diversas tonalidades se manifestasen como el
amanecer. Por otro, donde el control era de la empresa privada, puede
que de forma inevitable, acabó imponiéndose la losa del negocio.
En
realidad, cada gobierno regional no aprovechó la liberación del
poder central para hacerlo mejor, ni mostró una mínima intención
de objetividad –esa virtud fantástica que solo se da en las
relaciones entre los números y en los amores entre poemas, y a veces
ni eso–, ofreciendo otras voces que refrescaran el espectro
ideológico del escaparate. Por el contrario, lo que sucedió fue
la utilización de la oportunidad para diseñar el púlpito a su
antojo y manipular el pensamiento de los feligreses.
Al fin y al
cabo, ni los profesionales del periodismo tienen por qué ser más
honestos que el resto de la ciudadanía –es decir, que el
respetable público–, ni los políticos de provincias están
inmunizados contra los vicios aprendidos en la catequesis de la
historia. El mismísimo Larra, abuelo común de quienes se dedican al
columnismo, se preguntaba a principios del siglo XIX acerca de quién
era el público, dónde estaba, que comía, qué bebía y a qué
dedicaba el tiempo libre. Para Larra, el público –ilustrado,
indulgente, imparcial y, desde luego, respetable– tiene aficiones
con poco fundamento y “gusta de comer mal, de beber peor y aborrece
el agrado, el aseo y la hermosura del local”.
Y lo que es más
grave –decía Fígaro–, “el ilustrado público gusta de hablar
de lo que no entiende”. Lo cual que el público produce la
impresión de ser fácilmente manipulable en origen y de estar
siempre ahí, a merced de que, quienes falsifican gacetillas en
los periódicos o describen el funcionamiento del universo a través
de la radio y la televisión, lo moldeen a su gusto; o mejor, al
gusto de quien les paga la nómina. Si el
público pide paja, hagámosle caso y llenémosle la escudilla hasta
que se sacie, pero no permitamos que se le haga el gusto a otra cosa,
no vaya a ser que acabe pidiéndola. ¿Dónde está, entonces,
la diferencia entre designar a los que dirigen la información de una
forma o de otra, ya sea entre nuestros correligionarios o como
resultado de un concurso cuyas bases habremos establecido a medida
para que la selección encaje en la escaleta de partida? ¡Ah, los
concursos públicos! Esa hipócrita invención del sistema que nos
permite dotar a nuestra decisión de un tinte de legitimidad,
garantizando la pureza si los ganan los nuestros y confirmando el
fraude si triunfan los otros.
Relacionado:
Dame
mi tele
El
artículo 20 de la Constitución establece que “la ley garantizará
el acceso de los grupos sociales y políticos significativos a los
medios de comunicación de servicio público”. De Jose Manuel
Martin Medem
https://juansantiso.blogspot.com/2012/05/15m-dame-mi-tele.html
KAOSENLARED nos publica este post, lo podési ver aquÍ: http://kaosenlared.net/educando-al-publico/
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