DUEÑOS
DE SUS
DESTINOS
(IV)
Por Jeronimo Duran
(Pido disculpas a los numerosos seguidores de
"dueños de sus destinos" por retrasar una semana
la entrega de este capitulo.
Problemas de tecnologia del servidor, lo
impidieron)
No sé qué buscábamos en aquellos túneles. Sabíamos de sobras de que no podíamos encontrar nada. Quizás fueran las aventuras de los tebeos lo que nos llevaban a ello. Allí quisimos encontrar el tesoro que nunca vimos, porque no nos dimos cuenta que ese tesoro era nuestra amistad.
(Pido disculpas a los numerosos seguidores de
"dueños de sus destinos" por retrasar una semana
la entrega de este capitulo.
Problemas de tecnologia del servidor, lo
impidieron)
No sé qué buscábamos en aquellos túneles. Sabíamos de sobras de que no podíamos encontrar nada. Quizás fueran las aventuras de los tebeos lo que nos llevaban a ello. Allí quisimos encontrar el tesoro que nunca vimos, porque no nos dimos cuenta que ese tesoro era nuestra amistad.
Del capitulo anterior
tampoco ninguno comentamos que una vez vimos a Franco, quizás porque lo mal que lo pasamos entre aquellas malditas hierbas.
No compensó la media visión que tuvimos del “Azote de los Rojos”. Hoy, quizas su nombre más adecuado sería “El verdugo de Dios”.
CAPITULO
4, EL BOSQUECILLO
En
aquella época, un sitio para poder ir en busca de aventuras, era
el
bosquecillo.
Aquel
bosque había pertenecido al Doctor Negrin, Presidente por un
tiempo
de la República, de ahí que en la casa hubiera militares
vigilándola.
La mitad del bosque era de los militares, la otra mitad ni
idea,
solo sabíamos que había gente cultivando la tierra y esos
cultivos
eran para nosotros el objetivo, aunque no estábamos solos, habíamos muchos más
pretendientes tras esos cultivos.
Eso
era un problema para los que lo cultivaban, tan grande se les hizo que no pudiendo
superarlos ni con perdigones de sal y en pocos años dejaron de sembrar,
entonces el bosque pasó a ser de todos.
Antes
de que el bosque pasara a ser público, entrar en él no era
cualquier
cosa. Estaba rodeado por un muro de tres metros, que para nuestra edad eran
muchos metros. Escalar aquellos muros era como si estuviéramos en la edad media
escalando un castillo, nos hicimos buenos en la materia, ya que nunca nos
caímos mientras trepábamos por aquellos muros.
En
aquel bosque pasamos parte de nuestros mejores días de
infancia.
El bosque tenía tres piscinas grandes, un lago con su
monumento
y unas cuevas de piedra.
Las
piscinas tenían su nombre, una era la grande, otra la del
trampolín
y la tercera la del trébol. De la grande, sus escaleras de
piedra
no tardaron en desaparecer por ese motivo no se podía bajar a ella, la del
trampolín mantuvo sus escaleras de hierro, por esas
escaleras
bajábamos y subíamos solo por darnos el gustazo.
Junto
a la piscina grande, había una redonda de no más de tres
metros
de circunferencia por medio metro de profundidad. Esa Piscina estaba unida con
la del trampolín por un túnel de unos doscientos metros de largo. Esos metros
los pasamos ni recuerdo la de veces. La entrada por la piscina redonda no era
difícil, como tampoco lo era el túnel hecho de ladrillos bien conservados. Lo
jodido era la salida. La salida se hallaba en un lateral de la piscina del
trampolín, no era fácil esa salida, había que escalar un pozo de más de cinco
metros subiendo por una tubería.
Recuerdo
que las primeras veces que subí ese pozo, me iba a no
más
de cuatro metros de allí, donde se hallaba el Belén tallado en
piedra
y una vez frente a él, mi corazón empezaba a funcionar a un
ritmo
normal. “cosas de los dioses”
Después
del descubrimiento y tener más que visto ese túnel, nos dio por meternos en el
que salía desde la piscina del trampolín hasta el lago. La piscina del trébol
era la única que tenía agua, estaba rodeada por una valla de hierro de medio
metro. Dentro del agua se veían peces nadando, por lo que nadie se metía en
ella. No sé si por respeto a los peces o por la suciedad,
Este
túnel, una vez dentro, era más amplio que el otro. Nada más
entrar
a la derecha se podía ver un pozo por una pequeña ventana.
Daba
miedo su profundidad. Más adelante, en el techo, separados, se hallaban unos
agüeros de un metro y algo de diámetro que nunca supimos para que sirvieron,
pero si del uso que “Lete” y “Toni” le dieron. El final del túnel estaba tapado
a la altura del lago.
No sé
qué buscábamos en aquellos túneles. Sabíamos de sobras de que no podíamos
encontrar nada. Quizás fueran las aventuras de los tebeos lo que nos llevaban a
ello. Allí quisimos encontrar el tesoro que nunca vimos, porque no nos dimos
cuenta que ese tesoro era nuestra amistad. Por no encontrar no nos encontramos
ni a nosotros mismos. No era tiempo de ponerse a pensar, eran tiempos de exploradores
y eso era lo que hacíamos en aquellos túneles. Con una linterna en la mano nada
se te podía resistir a la hora de explorar.
El
bosquecillo fue más que un bosque para todos aquellos que
pudimos
disfrutar de él. Allí empezamos a jugar sin problemas de
Sus
alrededores se convirtieron en la frontera que nos separaban de las casa de los
gitanos, a la vez que esos mismos alrededores se convirtieron en campo de
batalla, donde pocos insultos se empleaban, solo las piedras que volaban
hablaban y más si encontraban su objetivo. Nunca perdimos una batalla contra
ellos, solo una vez casi logran entrar en nuestro territorio, pero se quedó en
un intento, puesto que nuestros aciertos con las piedras los hicieron
retroceder.
Los
lunes al medio día era sagrado jugar a Fútbol. A mí no es que
me
diera mucho por ahí, ya que nunca supe jugar, pero para “Lete” era sagrado.
Para “Sebás” siempre creí que ni fu ni fa. En cuestión de Fútbol solo éramos
los sparrings de “Lete”. En los equipos que
creamos
como “el Arco Iris”, lo tuvo que hacer casi todo él en
compañía
de Toni y Miguel.
El
padre de “Lete” tenía fiesta los lunes, por lo que si queríamos
estar
juntos los tres teníamos que darle a la pelota.
Una
vez abierto el bosquecillo al público, aquello se convirtió en la
casa
de todos. Unos se entrenaban para Toreros, otros hacían
culturismos,
otros corrían como buscando algo que nunca logre ver y mientras tanto, nosotros
nos dedicábamos a jugar al Fútbol, sabiendo que los días de aventuras en aquel
bosquecillo se nos habían acabado. Dieron todo el bosquecillo para el pueblo. Y
nosotros pagamos por ello un alto precio, porque parte de nuestras historias
por escribir jamás las llevaríamos a cabo en ese bosque. Ya no tendríamos que
correr delante de nadie si no era mientras jugábamos a fútbol.
Quizás
porque lo sentíamos como nuestro, no le supimos dar
importancia
a su grandeza (belleza). No sabíamos quién era Don Juan Negrin, el dueño de
todo aquello, ni supimos valorarlo. Ese tío en esa casa debió de vivir de
fábula, tenía demasiadas piscinas, por lo que tuvo que ser un gran nadador y
amante del agua, el lago era perfecto para ir en barca, como lo eran los
canales que se hallaban junto a la piscina grande, todo aquello en su conjunto
no era un simple bosquecillo, era una gran mansión hecha a petición de algún
gran pensador. Aquello no era la obra de un simple rico, allí había mucho más
que eso. Solo el monumento del lago y las cuevas de piedra que se hallaban
hasta entrar dentro del mismo para montar en barca sin tenerse que mojar, era
más que digno de ver. El pesebre grabado en la roca a pocos podría envidiar,
allí había mucha cultura que no supimos ver, quizás porque tampoco teníamos
edad para darnos cuenta de que era la cultura..
Siguiendo
el rastro entre mis recuerdo, me doy de bruces con los
recuerdos
que tengo de aquellos años en que quisimos aprender a
nadar,
ganas teníamos todos, pero nos faltaba lo más importante que era el agua.
Probamos
en lo que conocíamos como el Rió- Re, pero aquel día
había
demasiada suciedad y gallinas muertas en él. El rió en sí era un canal que
transcurría paralelo a las vías del tren. Para nosotros
acostumbrados
a ver solo el agua de las fuentes, aquello era todo un rió. Más tarde, no muy
lejos de esas fechas, en lo que sería “Can
Serra”
descubrimos una alberca toda de hierro que no estaba nada
mal,
solo tenía un problema y era que para que se pudiera sujetar
mejor
estaba llena de hierros que la cruzaban en todos los sentidos,
por
lo que de aprender a nadar poco podíamos aprender, aunque había quien se tiraba
de cabeza entre aquellos hierros cruzados entre ellos Enrique.
El
Rió Re, quedó descartado, la balsa de hierro podía valer, pero
No
recuerdo quien lo descubrió, pero debajo de los depósitos de
agua
que abastecen Barcelona y que se encuentran un poco más
arriba
de la falda de la montaña donde está la emisora, se hallaba un manantial de
agua cristalina y antes de que desapareciera bajo la tierra, formaba una
pequeña balsa. Esa balsa no daba para nadar, pero si para sentir el agua por
nuestros cuerpos correr, se estaba de muerte en pleno sol, pero nadar, nadar,
nada de nada.
Nuestra
infancia pasó, sin que pudiéramos aprender a nadar, más
tarde
cogeríamos la revancha y ganaríamos el tiempo perdido.
Empezábamos
a hacernos mayores y a preocuparnos más por el
dinero
que por los juegos. Ya no corríamos sobre el puente del
barranco,
donde hoy pensándolo fríamente, la verdad es que
estábamos
locos para correr por él y más al pasarlo, como adelantar por cualquiera de sus
laterales.
El puente se las traía. No conocí a nadie que no le tuviera miedo hasta lo más recóndito de su ser. La primera vez que lo pasaron, la mayoría lo pasaban sentados, aunque alguno la primera vez ya lo pasó de pie. Yo fui uno de ellos y no lo pase nada bien, el miedo al ridículo era casi más grande que el miedo a caerte, aunque en ello te fuera la vida. Habíamos oído que alguien se mató en él al caerse, pero nunca supimos si fue verdad, ni nos interesó saberlo, lo seguimos cruzando hasta de noche y medio borrachos. El puente en sí podía tener tranquilamente más de quince metros de altura, aunque lo que impresionaba de verdad, era la altura del que estaba a continuación. El acceso a dicho puente tenía bastante dificultad, tanta que no recuerdo haberlo podido cruzar hasta tener los doce años, por mucho que la altura me favoreciera.
El puente se las traía. No conocí a nadie que no le tuviera miedo hasta lo más recóndito de su ser. La primera vez que lo pasaron, la mayoría lo pasaban sentados, aunque alguno la primera vez ya lo pasó de pie. Yo fui uno de ellos y no lo pase nada bien, el miedo al ridículo era casi más grande que el miedo a caerte, aunque en ello te fuera la vida. Habíamos oído que alguien se mató en él al caerse, pero nunca supimos si fue verdad, ni nos interesó saberlo, lo seguimos cruzando hasta de noche y medio borrachos. El puente en sí podía tener tranquilamente más de quince metros de altura, aunque lo que impresionaba de verdad, era la altura del que estaba a continuación. El acceso a dicho puente tenía bastante dificultad, tanta que no recuerdo haberlo podido cruzar hasta tener los doce años, por mucho que la altura me favoreciera.
Ese puente
no era para pasarlo, su altura se las traía, cualquier racha de viento por
pequeña que fuera te los ponía de corbata, allí no había adelantamientos como
en el otro, ni nadie que se pusiera a correr sobre él. Aquel puente era mucho
puente, hasta para nosotros.
Pasarlo,
lo pasamos, pero no creo que fueran más de diez las veces y eso sería mucho
decir.
Poco
a poco,(o eso nos parecía), íbamos dejando la niñez atrás y
empezábamos
a saborear los placeres de la juventud, pero hasta
llegar
a ella todavía tuvimos tiempo de pasarlo bien. En la niñez se nos permitía casi
todo, dentro de un orden y siempre y cuando no te
pillaran,
como le paso a “Tin”.
Ese
día no recuerdo que estuviera con ellos, pero otros días sí que
había
estado en aquella casa con ellos, en la calle de detrás de la
nuestra.
Alguien dejo la casa cerrada y se marchó. No tardamos en
entrar
en ella, pero allí no había nada que nos pudiera interesar, no
recuerdo
de quien fue la idea, pero me lo imagino. Aquella gente se
marchó
y se dejó el teléfono funcionando. Ese teléfono nos dio alguna que otra tarde
de gloria. Allí fue donde empezamos a decir las burradas más inverosímiles que
se puedan decir por teléfono.
Cogíamos
la guía telefónica, marcábamos un número al azar y le
decíamos
lo que nos parecía, siempre intentando ser el más gracioso.
Teníamos
hambre de teléfono y en aquella casa nos desahogamos
hasta
que el hijo de la dueña descubrió por medio de la factura lo que estaba
ocurriendo. Nadie pensó en ello y si lo hicimos, lo pasamos por alto, ¡como
nadie tenía teléfono…, nadie sabía cómo funcionaba!
El
hijo de la dueña cogió a “Tin” por sorpresa. Nosotros otra vez nos
habíamos
salvado. “Tin” se llevó unos guantazos dados con muchas ganas por el hijo de la
dueña. Cuando llego la policía, no era a “Tin” a quien se querían llevar, sino
a quien le dio los tortazos. Esta vez el hijo de la dueña se equivocó de
persona. El padre de “Tin” no era un cualquiera y aquello se hizo notar.
Después
de aquella experiencia telefónica nos olvidamos de lo que
es un
teléfono con sus correspondientes facturas durante un buen
tiempo.
Cuando
nuestra amistad estaba consolidada, aprendimos a no saber estar unos sin otros,
aunque teníamos otros amigos con los que compartí nuestro tiempo, no era lo
mismo que cuando estábamos los tres. Estábamos tan compenetrados que no
recuerdo tener que pasarnos la tarde hablando para entendernos.
No
hablar de cine en nuestra juventud, es imposible, lo mismo que
hacer
todo lo posible por colarnos. Era muy difícil hacerlo, por lo que no recuerdo
colarme más de dos veces. Lo hacíamos por medio de unas obras que se hicieron
en las escaleras de un bloque de pisos que daban junto a los lavabos del cine,
unos lavabos donde siempre había alguien que entraba contigo. Esos lavabos se
acabaron convirtiendo en el único sitio de desahogo de los deseos más ocultos
de la gente con desviaciones sexuales. Nunca entramos en ese juego, aunque conocimos
a más de uno que sí lo hizo y su buen dinero saco.
El
cine Navarra era el símbolo de todo el barrio. Allí nos reuníamos
todos,
sobre todo en verano, cuando los colegíos se encontraban
cerrados.
Era un cine de estar por casa, igual te comías un bocadillo, que te bebías lo
que te llevaras de casa, ni Dios se olvidaba de las pipas, ni de los garbanzos
tostados, de las chufas…, aunque aquella selva tan barrio pinta no dejaba de
tener sus peligros. Nunca sabías por donde iba a venir el chorro de “meaos”
hasta que lo sentías, como nunca podías adivinar de donde procedía, ni por
donde iba a pasar.
Por
lo general eran “meaos” de críos, aunque algunos podían tener
trece
años y entonces parecía que se hubieran bebido medio Mar.
Siempre
estaba para completar el cine el típico gracioso, el
simpático
de turno, con sus bombas fétidas lanzadas desde la parte de arriba y si te
tocaba, solo te quedaba acordarte de toda su familia y de toda su generación
entera, la pasada y la venidera.
Lo
que más recuerdo eran las películas de Cantinflas, quizás por las
veces
que las repetían. Aun teniendo más edad, con las películas de Cantinflas me
divierto todavía, ni Dios se aclaraba cuando soltaba su verborrea, la gente se
ponía a reír y no me enteraba de nada, si difícil era entenderlo, escucharlo
era imposible. Tanto me llegó a obsesionar aquello que una vez me quede a verlo
en la última sesión para poder escucharlo mejor. En lo que no caí es que mi
familia me buscaría por todo el barrio. La suerte que tuve fue que quien me
pillo fue mi tío cuando salía del cine, si llega a ser mi padre no sé qué
hubiera pasado, aunque no por pillarme mi tío me escape de que me llevara hasta
casa cogido de la mano, ¡lo jodido es que la otra la tenía libre!
Muchas
historias de guerra vimos en aquel cine. Todavía recuerdo
muchas
de aquellas películas como si las hubiese visto hoy. Se me
quedaron
grabadas. Hoy, gracias a Internet, he podido volverlas a ver y sobre todo he
podido ver las de Cantinflas sin que las carcajadas de los locos/as de turno me
impidieran poderlo escuchar.
Allí
en ese cine muchos dimos nuestros primeros besos, entre la
oscuridad
de las películas de intriga y terror. Yo no logre dar mi primer beso en el cine
Navarra, pero si lo hice en el Cine Rivoli. Algún día se le tendría que hacer
todo un señor monumento a aquellos cines que lo único que nos dieron en aquella
época fueron alegrías.
CAPITULO
-4 LA FERIA DE MUESTRAS
Cada
año, para Mayo o Junio teníamos un día muy especial en el
colegio,
era el día que íbamos a la feria de muestras. No pagábamos entrada, solo el
autocar, por lo que al no ser muy caro podíamos económicamente ir casi todos.
No ocurría como cuando llegaba el verano que algunos se iban de colonias, entre
esos estaban “Sebás” y “Lete”. A mí solo me quedaba a esperar su vuelta y una
vez que llegaban vivía sus historias de aquellos campamentos de la O.J.E.
Recuerdo
el machete que “Lete” ganó allí en unos juegos, fue el
primer
machete que tuve en mis manos y aunque no era muy grande era muy digno de
tener, a “Lete” le estaba que ni pintado, solo le faltaba la selva para poderle
sacar provecho.
Mis
padres nunca me dejaron ir, alegaban que no había dinero para
ello
y quizás fuera verdad, aunque de mayor pensé que más bien fue por política: La
O.J.E pertenecía a Falange y eso como que no, ellos ya habían pasado bastante
con la política aquellos quince días sin ellos se me hacían demasiado largos,
era el inconveniente de no
acostumbrarme
a estar sin ellos, el día de su vuelta era un gran día,
traían
con ellos muchas aventuras vividas y por ello, muchas cosas
que
contar. “Como la pajilla sonámbula” “Idea” del de siempre
“volviendo
a la feria de muestras”. Cuando el autocar nos dejaba en la feria de muestras,
teníamos que ir en fila de a dos. Por la edad no
teníamos
que ir cogidos de la mano como les tocaba hacer nuestros
hermanos
menores, pero ni uno de nosotros se salía de la fila. Durante las primeras
horas nos volvían locos con toda clase de propaganda y acostumbrados a no tener
nada, hasta una mísera gorra de cartón se convertía en algo importante, nos
cargaban a toda clase de propaganda aun sabiendo que no íbamos a comprar nada.
La verdad era que ninguno de nosotros estaba en lugar de comprase un tractor o un
camión, lo nuestro era acarrear papeles mientras más mejor, nunca supe el
porqué de aquello, a mi modo de ver es que ya nos estaban introduciendo en la
sociedad de consumo, nos estaban convirtiendo en futuros compradores de el
“Corte Inglés”. Después dicen que hay mucho comprador convulsivo,
Lo
mejor de aquella feria venía a partir de las doce o la una, ya que
nos
dejaban sueltos a nuestro aire. Una vez oída la frase: “Rompan
filas”,
nadie se queda a escuchar a que el maestro acabara de decir:
-¡A
las cuatro todos aquí para ir al autobús!
Todos
teníamos más que controlados los “stands” de las bebidas,
donde
llegábamos con papeletas de degustación como si fuéramos la marabunta. Era en
esos momentos cuando me alegraba estar en el bar trabajando, me llevaba bien
con todo los distribuidores, de ahí que los tickets de degustación no fueran
problema para nosotros.
El
último año fue algo diferente. Para mediados de febrero se
juntaron
varios colegios en el barrio de Can Serra y para su
ignaguracción
allí nos fuimos a cantar todos:
-Es
el árbol insigne y robusto,
Del
progreso la vida y la paz,
Conmemoremos
la fiesta del…
Al
acabar la fiesta y de vuelta a casa, “Garcés pequeño”, el “Lobo” y
yo
nos escapamos de la cola y nos fuimos por ahí. “Sebás” y “Lete” no se dieron
cuenta hasta más tarde. Por nuestra situación en la clase, no coincidíamos a la
hora de salir a uno de aquellos pocos paseos, (fueron tan pocos, que no
recuerdo ningún otro).
El
lunes al entrar en clase nos esperaba el maestro, ese día había
madrugado,
creo que fue la primera vez que llego antes que nosotros, él sabía que no sería
un día normal. “Lete” y “Sebás” me contaron que al llegar al colegio, le dio
por contar a la gente y allí no constábamos ninguno de los tres que nos
fugamos. Me esperaban unos verbos de Castigo, algo típico en él, ya que no
teníamos edad de sufrir su ira.
Aunque
no fuera por ganas, el fin de semana lo debió calmar
Don
Francisco, valiéndose de su espíritu Maquiavélico, nos dijo:
-¡Muy
bien por lo que hicisteis!, para que no volváis a perderos,
este
año no podréis venir a la feria de muestras ninguno de los tres.
Tras
esas palabras se nos cayó el mundo encima. Una de las cosas
buenas
que tenía el colegio era la feria de muestras y en ese preciso instante, el
Maestro infernal nos dejaba sin ella. No tuvimos ni derecho al pataleo, solo el
silencio fue nuestro compañero, un silencio que nos dolió por dentro. Habíamos
actuado mal al no volver de la inauguración, pero el castigo era superior a
todo lo deseable. El único día del año que podíamos disfrutar… y el señor
maestro se lo cargo.
Nadie
hablo, nadie dijo nada, sus caras lo decían todo, a nadie les
hizo
gracia aquel castigo.
Con
lo que no contó el maestro fue con nuestra decisión.
Empezábamos
a ser tíos curtidos y si habíamos perdido aquella
batalla,
no íbamos a perder aquella guerra.
Cuando
llegó el día de la feria, antes de que el autocar parara,
estábamos
los tres castigado allí. La Plaza España estaba algo lejos del colegio, pero no
para nosotros, esa distancia hacía ya mucho que la teníamos superada.
Había
visto el odio muchas veces reflejado en el maestro, pero
nunca
como ese día. Aquel día no tenía poder sobre nosotros. Por fin lo veía cara a
cara y me sentía libre, el castigo que nos impuso le salió como tiro por la
culata. Éramos los únicos del colegio que no
formábamos
cola y a quienes él no podía decir nada, ni siquiera
cuando
nos metíamos entre ellos en busca de cualquier propaganda como si fuésemos uno
más de la clase y cuando no podíamos meternos, “Sebás”, “Lete” y algún que otro
compañero se ocupaban de coger las más absurdas propagandas, Aquel día fue el
día de la venganza, el día del triunfo final. Fue el día que el Maestro
infernal se tuvo que tragar la risa de algún que otro maestro. Me quedaba muy poco
que aguantarlo, pero no lo sabía todavía. Los dos meses que quedaban para el
verano no lo pase mal, él se tragó su orgullo y me dejo vivir en paz. Me
imagino que pensó: “Con este no se va a poder hacer nada, este será carne de
cañón como otros muchos más”. Hoy ni me preocupa pensar en ello, lo mismo que
antes tampoco me preocupó.
La
última vez que lo vi yo tendría diecisiete años y él estaba en las
escaleras
de la entrada controlando que la gente saliera en orden.
““Lete”
le hubiera dicho:
-Buenas
tarde don Francisco.
“Sebás”
le hubiera dicho:
-Váyase
a la mierda
Yo le
dije:
-A mí
me pegaste de sobras y yo no era tan malo para eso, por lo
que
procura no tocar a mi hermano.
Me di
cuenta que no debía ser el primero que le dijo esas palabras
porque
no obtuve respuestas, agacho la cabeza, lo mire con desprecio y me marche con
mi hermano. Esa fue la última vez que le vi, aunque su recuerdo perdurara en mi
con rabia, no por lo que pudiera haber aprendido, ni por lo que me quede sin
saber, sino porque con todo su conocimiento, se equivocó con muchos, solo le
hubiese hecho falta tener un poco más de comprensión para saber que allí, en
aquella clase, había muchos más de los cuatro de siempre, que les podía haber
sacado provecho a muchos y por culpa de su trato prepotente y sus deseos de
crear terror, los anulo de por vida.
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