Retorno
a Wounded Knee
La
capacidad de entendimiento responde al habitual pragmatismo que rige
en las relaciones entre familias que se dedican a los mismos
negocios. Y ahí sí puede detectarse la amenaza real de que
comiencen a venir por cada uno de nosotros.
Rafael
Alonso Solís
Los
nuevos fascistas se estimulan entre sí todos los días ante el
anuncio del apocalipsis –la invasión de
las ciudades blancas por las hordas negras y cobrizas, la
multiplicación de los homosexuales, las pretensiones de las mujeres
y la complementaridad cromática de los trapos de colores–.
Ya no cabe duda de que estaban ahí, de que siempre han estado ahí,
agazapados hasta que llegara el momento y reunieran las armas
necesarias. Tampoco de que cada vez son más y de que han decidido
competir entre ellos mismos por ver quién la tiene más larga, quién
es más chulo y quién está dispuesto a disparar contra el primer
inmigrante. En cualquier caso, se trata de una competición
deportiva, en la que la capacidad de entendimiento responde al
habitual pragmatismo que rige en las relaciones entre familias que se
dedican a los mismos negocios. Y ahí sí puede detectarse la amenaza
real de que comiencen a venir por cada uno de nosotros.
Cuando los
esclavos que habían seguido a Espartaco se
comenzaron a dividir en facciones –quien sabe si envueltos en
banderas de distintos tonos o tras rezar a dioses diferentes–, se
encontraron rodeados por veinte legiones romanas, muy venidas arriba
tras una campaña victoriosa en las tierras de Hispania,
la rebelión de los gladiadores se terminó por exterminación y
acumulación de cuerpos sin vida en las cunetas.
Siglos después, en
1876, durante la fase crepuscular de las guerras indias, un
importante ejercito cobrizo, formado por guerreros de nueve tribus
bajo el mando de los jefes Sioux Caballo Loco y
Toro Sentado, aniquiló sin
piedad al mismísimo Séptimo de Caballería en Little
Big Horn, acabando con la leyenda torcida de George
Armstrong Custer, un militar bravucón, dicen que borracho y
con aspecto de emocionarse con facilidad ante el ondear de los trapos
de colores. Puede que con aquel triunfo los indios firmaran su
definitiva sentencia de desaparición como pueblo. En 1890, catorce
años después de que al cadaver de Custer
le arrancaran la cabellera, en Wounded Knee
el ejército blanco pasó por las armas a cerca de 350 lakotas, de
los que dos terceras partes eran mujeres y niños, no directamente
implicados en las labores de la guerra. Caballo
Loco murió a ballonetazos un año después de su triunfo
sobre Custer, y a Toro Sentado lo
asesinaron soldados americanos, algo antes de la matanza de
Wounded Knee.
Como en Gaza, como
en Alepo, como puede ocurrir en la
frontera de Estados Unidos cuando la
marcha de inmigrantes se enfrente al más poderoso ejército del
planeta. Porque el apocalipsis que se atisba no es ése del que
alertan los nuevos fascistas. Son ellos mismos, con Trump
o Bolsonaro al mando del Séptimo de
Caballería. Con miles de legionarios dispuestos a alistarse en la
vieja Europa y en el Nuevo
Mundo. Con un escogido grupo de aspirantes a ponerse de nuevo
los correajes, cubrirse con la bandera y echarse al monte. En
Wonded Knee, despistados y rodeados por sus huestes, estamos
nosotros.
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