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| Foto: Juan Santiso |
LA
BOCA
DEL
VOLCAN
Por Rafael Alonso Solis
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| Foto: Ozcapici/Faleroni |
Al levantarnos cada mañana, los seres
humanos estamos acostumbrados a pisar un suelo de referencia aparentemente
estable, una superficie plana, carente de movimientos oscilatorios y con cuyo
contacto tomamos conciencia de haber vuelto a la vida real, a la jungla de
asfalto y a la crudeza cotidiana. La tierra pisada es como una garantía de
seguridad, un pavimento duradero que aguanta cualquier peso que le pongamos
encima. De hecho, si nuestra vivienda está ubicada en el primer piso, podemos
saltar sobre la cama sin temor a que se quejen los vecinos. La tierra sobre la
que se asientan nuestras posesiones es sólida, rígida, duradera y no presenta
indicios de cambio, ni de estar sujeta a veleidades cinéticas. El cielo es otra
cosa. No solo es como un techo inmenso, como una claraboya gigantesca o como una
ventana abierta al infinito, sino que, cuando le da la llorada, de sus entrañas
se desprenden lágrimas de lluvia, y con cierta frecuencia retumba como si sus
habitantes tuvieran una bronca inmensa o sufrieran un catarro de divinas dimensiones.
Estamos acostumbrados a que el cielo cambie de estado de ánimo y rompa aguas de
vez en cuando, y por eso tenemos ropa de invierno, prendas con capucha, impermeables
y sombreros a los que les resbala el agua por el ala. Sin embargo, cuando la
tierra tiembla nos entra, inevitablemente, un cierto canguelo. De repente, nos damos cuenta de que no sabemos qué hay ahí abajo, quién vive ahí, ni qué intenciones tiene. De acuerdo con la mitología de la jerarquización, lo de abajo está asociado literariamente a la ubicación del mal, es decir, al infierno, donde los demonios han fijado su residencia –al parecer, de forma obligada, tras haber perdido una batalla por el dominio del universo—, y donde tienen establecida la producción industrial de los inventos maléficos. Dicho de otra forma, debajo del suelo que pisamos se supone que está el lugar del cosmos donde se lleva a cabo la invención de las putadas y se hace innovación sobre las mismas.
Es tanto nuestro desprecio por el inframundo, que es allí donde tiramos
los excrementos, lo que hacemos a través de pozos naturales –negros, como es
obvio-- o mediante cisternas de diseño.
De ahí la inquietud que nos atenaza cuando el suelo se agrieta y se atisba su
fondo tenebroso. Más aún, cuando el volcán abre su boca y amenaza con expulsar
todo aquello que le incomoda, todo lo que es incapaz de digerir, tal vez porque
se lo hemos ido administrando en mal estado, como si nuestras deposiciones
putrefactas se hubieran puesto de acuerdo para volver a la superficie y
llenarnos la casa de porquería.![]() |
| Foto: Ariana Cubillos |




Tenemos que aprender a reciclar nuestros propios residuos.
ResponderEliminarA apreciar y cuidar mas donde vivimos y que hacemos para cuidarlo. ¿Para nuestros hijos y nietos? ¡No!. Por el respeto que debemos tener de no manchar, de cuidar el espacio por donde pasamos, habitamos y vivimos. Dejarlo limpio, para que los que vengan puedan hacer lo mismo que nosotros